De la Atlántida a Rapa Nui.

viernes, 31 de julio de 2015

Santos olvidados de los primeros siglos: San Juan Ermitaño.

San Juan de Egipto, uno de los mayores ornamentos del desierto, tan célebre por el don de profecía y por el resplandor de sus virtudes, como venerable en toda la Iglesia, nació en Licópolis de Tebaida, por los años del Señor de 303. Por la gran pobreza de sus padres se vió precisado a aprender el oficio de carpintero luego que tuvo edad para poder ganar la vida. Pero el Señor que le destinaba para modelo de perfección de todos los cristianos, le inspiró pasar sus días en el desierto, para atender únicamente al cuidado de su salvación por los santos ejercicios de la oración y de la penitencia. Que siendo de veinte y cinco años se despidió de su maestro, y se entregó a la disciplina de un santo anciano, el cual descubriendo en aquel muchacho una humildad extraordinaria y un singular rendimiento de espíritu, en poco tiempo le hizo adelantar mucho en el camino de la perfección.

Halló un día el santo director en su huertecillo una rama de árbol medio podrida y, plantándola en la tierra, mandó a Juan que dos veces al día la regase hasta que echáse raíces y diése fruto. No se detuvo el obediente mancebo en discurrir sobre la extravagancia del pedido, si sobre la imposibilidad de lo que se le mandaba, persuadido de que debía ser fiel siempre a lo que el superior le mandase. Era notable el ejercicio por necesitar conseguir el agua de media legua de distancia. Mas no por eso se desanimó de hacer ni un solo día lo que le había ordenado, sin detenerle ni el rigor del tiempo, ni la incomodidad de regar dos veces al día un palo seco, ni el procurar mover con todas sus fuerzas una gran peña o peñasco que le buen viejo le había mandado menear. Asegura Casiano que esta ciega obediencia hizo a Juan en pocos años uno de los más elevados contemplativos y de los más santos solitarios de todo Egipto.

Muerto su santo director, pasó nuestro Juan cinco años en diversos monasterios, dedicado a la más exacta observancia de todo aquello que podía perfeccionar su virtud. Movido de Dios a vida más retirada, se fue a una montaña desierta, a dos millas de Licópolis, y en una peña muy escarpada abrió una celdilla, en la cual se encerró de tal manera, que por espacio de cuarenta años no fue visto de persona alguna sino por una ventanilla que abría raras veces.

En ésta especie de sepultura vivió nuestro santo hasta los noventa años de su edad, más como ángel que como hombre. Su comida por todo éste tiempo eran las yerbecillas crudas y silvestres, con algunas raíces que nacían dentro de la misma gruta; su bebida un poco de agua, y esa con mucha escasez. Apenas interrumpía el sueño su continua oración, porque era muy poco lo que dormía, siendo tan sublime su contemplación desde los primeros años que gustaba anticipadamente de las delicias del cielo. La afabilidad y dulzura con que un hombre de tan bajo nacimiento y de vida tan austera recibía a todos los que le buscaban, acreditaba bien que la rusticidad y la severidad inoportuna son muy ajenas de la verdadera virtud. No había hombre más grato ni más apacible que nuestro santo ermitaño, reservando para sí solo la austeridad y el rigor.

Jamás permitió que mujer alguna se acercase a su celdilla. Y a la verdad, había hecho tan dificultosas y aún tan impracticables las sendas, que solamente podían alentarse a vencer tantos estorbos los que le buscaban con deseo ardiente de consultarle sobre el negocio de su salvación. Hízose tan público el don de profecía de que el señor le había dotado, que desde las provincias más distantes concurrían a consultarle como a un oráculo que había colocado Dios en el monte para explicar su voluntad.

Arrojándose sobre las tierras del imperio romano los etíopes, pueblos bárbaros, y habiendo hecho grandes estragos en toda la Tebaida, el general del ejército romano, hallándose sin fuerzas para resistirlos, vino a consultar con nuestro santo lo que debía ejecutar. Ten confianza en el Dios de los ejércitos, le dijo Juan, y no obstante la desigualdad de tus fuerzas, ve a atacar al enemigo, que tú vencerás. La completa victoria que el general del emperador alcanzó de aquellos bárbaros, acreditó bien la verdad de la profecía.

Consultóle el gran Teodosio sobre el éxito de la guerra que tenía declarada al tirano Máximo, que había quitado la vida al emperador Graciano. Pronosticóle Juan que conseguiría una gloriosa victoria. Con efecto, fue esta tan completa, y tan a poca costa de sangre, que el piadoso emperador la atribuyó enteramente a las oraciones del bienaventurado Juan de Egipto.

Cuatro años después, estándose Teodosio disponiendo para vengar la muerte del joven Valentiniano, a quien el conde Arbogasto había hecho sufocar para colocar en el trono imperial a Eugenio, deseó mucho ver a nuestro santo. Para este fin le despachó a Eutropio su favorito; pero por más que hizo, nunca le pudo persuadir a que pasase a la corte. Pronosticóle Juan que el emperador quedaría victorioso; pero que sobreviviría poco a su victoria, como sucedió.

Movidos de la gran fama del santo, Evagrio del Ponto y seis discípulos suyos desearon pasar a verle; pero como la senda para subir a su celda era casi impracticable, Paladio, como más mozo y más práctico, se ofreció a trepar él solo a ella, para informarse por sí mismo si era tan grande la virtud de aquel hombre que mereciese vencer tantas dificultades para allegarse a él. Subió, pues, y halló cerrada la celda, como lo estaba ordinariamente. Dijéronle que solo se dejaba ver el domingo, y algunas veces el sábado. Esperó todo este tiempo en el hospicio que se había fabricado para los forasteros. Entró el sábado en una especie de claustro, donde vió a muchos solitarios juntos; y descubrió a Juan en su ventanilla, desde donde hablaba a los que se acercaban a ella. Reconoció nuestro santo a Paladio por monje del monasterio de Evagrio en el desierto de Nitria; y comenzaba a hablarle cuando interrumpió la conversación para volverse a hablar con Alipio, gobernador de la Tebaida, que llegó a la sazón. Notó Paladio esta preferencia, y atribuyéndola a especie de acepción de personas, creyó que Juan no debía ser enemigo de las grandezas humanas. Conoció el santo lo que pasaba por el pensamiento de aquel monje, y reprendiéndole con suavidad, fácilmente le hizo convenir en que tenía razón en portarse de aquella manera. Después de haberle alentado en sus trabajos, y fortalecido contra sus tentaciones, disuadiéndole sobre todo del pensamiento que tenía de hacer un viaje a su país, le preguntó como en tono de zumba si quería ser obispo. Respondió Paladio, en el mismo tono, que ya lo era, aludiendo al oficio que tenía en el monasterio de proveedor o inspector del pan y de los víveres, lo que se llama obispo en lengua griega. ¿Y de qué iglesia eres obispo? le replicó Juan. De la panera de mi casa, respondió Paladio. Tú te zumbas, continuó el santo; pero tú serás obispo, y no tendrás poco que padecer en el obispado. Si quieres evitarlo, no salgas del desierto. Cuarenta y ocho años ha que no pongo los pies fuera de mi celda; en todo este tiempo no he visto a mujer ni moneda alguna, y no he sentido el más ligero disgusto.

Despidióse Paladio de Juan y bajó a contar a sus compañeros lo que había visto y oído. Subieron todos a ver al siervo de Dios y a aprovecharse de su admirable doctrina. Fueron recibidos con aquella caridad siempre alegre y siempre urbanísima con que hechizaba a cuantos lo visitaban. Conoció con luz superior que el más mozo de todos era diácono, aunque él por su humildad se lo había ocultado a sus compañeros; y allí mismo sanó a otro de ellos que estaba enfermo. Después de haber dado orden para que los agasajasen, los entretuvo largo tiempo sobre diferentes puntos espirituales, especialmente sobre la necesidad que todo religioso tiene de ser humilde.

Refirióles la historia de un solitario que después de una vida muy penitente, se rindió de tal manera a las ilusiones del demonio, que consintió en pecar con una fantasma que este le representó en figura de mujer; y en vez de levantarse por medio de la penitencia, se dejó llevar de la desesperación, abandonó el desierto y se entregó a todo género de disoluciones.

A otro conocí, añadió el santo, que habiendo sido así tan miserable como el primero, fue más prudente. Consintió en algunos pensamiento de vanidad, después en otros de impureza, y dejó la celda con resolución de volverse al siglo. Habiendo entrado en cierto monasterio de solitarios, le pidieron estos que les hiciese algunas pláticas espirituales. No pudo resistirse; y Dios, por un efecto bien singular de su infinita misericordia, le movió a él mismo con la doctrina que daba a los otros. Restituyóse a su celda, donde pasó los siguientes años de su vida en penitencia y oración.

Poco tiempo sobrevivió Juan a esta visita. Era a la sazón de noventa años, de los cuales había pasado setenta y cinco en el desierto, y sabiendo por divina revelación el día y hora de su muerte, pidió que en tres días no se le llamase, porque de ninguno se dejaría ver. Pasó todo este tiempo en oración, durante la cual rindió su bienaventurado espíritu en manos de su Criador el año de 394. Encontrose el santo cadáver de rodillas, y fue sepultado con la pompa y la veneración que acompañan a los santos hasta más allá del sepulcro. Llamábasele comúnmente el profeta de Egipto. Su fiesta se celebra el 27 de marzo en Braga de Portugal, y su memoria es de singular bendición en toda la Iglesia.

Extraído de "Año cristiano o ejercicios devotos para todos los días del año. Tomo 3" escrito por el padre jesuita Croisset y traducido al español por el padre F. de Isla. Editado en la ciudad de París, por la Librería de Rosa y Bouret, en el año de 1859.