De la Atlántida a Rapa Nui.

sábado, 17 de mayo de 2014

Eremitas.

Es cierto que muchas veces me he dejado (y me dejo) seducir por la vida citadina. Tomar un café en el centro comercial, ir a toda velocidad por la carretera en un bus atestado de gente. Dormitar en algún pasillo de la universidad mientras espero la siguiente clase. Escuchar el programa de misterios del fin de semana en la radio. Ir a alguna fiesta (aunque ya casi nunca) o comer una hamburguesa a falta de tiempo para almorzar. Esas y muchas cosas más, pero siempre hay una añoranza, una necesidad de reencontrarme con la soledad. La soledad que alguna vez tuve y que abandoné por el bullicio que (quizá incorrectamente) juzgué como preferible en algún momento de mi adolescencia.

Recuerdo que de adolescente había un altillo en el cuarto abandonado de la casa. Ese era el lugar en el que me escondía cuando no quería escuchar a nadie más ni ser encontrado. Más de una vez mi tío (que era quien más tiempo solía estar en casa) me buscaba y ni se imaginaba que estaba allí, de modo que rato después pensaba que me había ido a la calle y se sorprendía al verme aparecer nuevamente sin haber escuchado el sonido de la puerta de la calle (que es vieja y chirrea al abrirse). Hasta el final de sus días nunca supo que yo me escondía en ese lugar.

En ese altillo guardaba gran cantidad de cosas que fueron importantes en mi adolescencia. Desde las primeras cartitas que me cruzaba con mi primera enamorada hasta exámenes jalados del colegio y algunas revistas para no aburrirme, las que ponía al lado del triciclo de cuando era niño, lamparines de kerosene de la época de los apagones y cassettes olvidados por mis padres, entre otros objetos que fueron condenados al olvido en aquel lugar.

Y también fue el primer lugar en el que hice mis primeras oraciones, aún sin saber que eran tales.

En algún momento un ladrón pisó el techo de la habitación, exactamente sobre el altillo. Al ser el techo de madera y estar debilitado por la lluvia y el tiempo, cedió en una pequeña parte, dejando un boquete por el que se veía el cielo. En los días de sol era una escena realmente sobrecogedora: un rayo de luz entraba directamente al altillo invitándome a pensar en miles de cosas y a que surjan los anhelos y las esperanzas, propias de la pubertad y la adolescencia.

El altillo dejó de existir con el terremoto de 2007, cuando el techo de ese cuarto cedió casi totalmente. Nunca fue ni será reconstruido. Y allí quedaron mis recuerdos de toda una etapa bajo capas de madera apolillada, polvo y adobe. Pero quizá fue mejor.

Quizá fue mejor porque no era sano ensimismarme tan a menudo. Los problemas y la vida real hay que enfrentarlos, eso ya venía entendiendo desde años atrás. Pero si algo no quedó enterrado fue mi interés por, de vez en cuando, retirarme a pensar y orar buscando el silencio. Esto se incrementó ligeramente con mi largo viaje de un año a tierras australes, donde solía pasar horas en medio de los campos de olivos y vides, al lado del canal de regadío, leyendo, pensando, orando o dormitando. Fue un viaje del que regresé renovado. Hasta ahora cuando veo un olivo me pongo algo sensible, porque esos campos que tantos recuerdos me traen, hace algunos meses que fueron vendidos para urbanizarlos y ya no existen.

Y es por eso también que cuando leo sobre personas que se han retirado del todo para dedicarse a la oración en la altura de una montaña, a las orillas de un río, o en lugares similares por lo aislado, me lleno de admiración y por momentos, de una sana envidia. ¿Lo haré algún día? No lo sé. Aunque está demás decir que me gustaría, al menos, por algún tiempo. Quizá algunos meses o años, aunque con lo impredecible que soy, quien sabe la duración de ese tiempo, si se diera.

Justamente el día de hoy, un diario inglés publicó la historia de Maxime, un monje ortodoxo georgiano de 59 años que vive en lo alto de un pilar que ya había sido refugio de eremitas hasta el siglo XV (cuando el imperio otomano invadió Georgia). Maxime provenía de una vida de lo más secular, por decir lo menos. De hecho, él cuenta que cuando bebía con unos amigos en los alrededores del lugar, tenía muy presente que habían existido monjes en lo alto del pilar y que esto le causaba admiración. Tomó los votos monásticos y desde entonces solo baja dos veces por semana, los restantes le alcanzan comida mediante una canasta y unas poleas. Posteriormente se formó una comunidad religiosa en la base del pilar y sacerdotes y personas necesitadas de consejo suben de cuando en cuando.

La fe puede cambiarte, no, no solo puede ¡te cambia! pero claro, si tú decides que así sea o al menos mantienes el corazón abierto y curioso ante lo que venga del Misterio.

Finalizo con la frase de Maxime que más me gustó:

"Necesito el silencio. Es aquí, en el silencio, que se puede sentir la presencia de Dios".








Cabaña de eremita en Karoulia, Monte Athos.
En lo alto del pilar Katskhi.


Las fotos son extraídas del Facebook de OrthodoxPhotos.com, excepto las dos últimas que corresponden al Daily Mail. En este enlace pueden leer la noticia completa sobre Maxime, en inglés: http://www.dailymail.co.uk/news/article-2384040/Maxime-Meet-monk-lives-life-virtual-solitude-131ft-pillar.html

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